Un hada azul-celeste llamada Mobylette

“La memoria hurga en los pozos ocultos y de ellos extrae visiones (…) casi siempre placenteras. La memoria puede (…) teñirse de nostalgia, y la nostalgia sólo por excepción produce monstruos”.

Sergio Pitol, El arte de la fuga

A la memoria de mi padre.

Desde niño fui retraído y soñador. Con Juan Carlos, que era mi único amigo y vecino, jugábamos a los pistoleros creyéndonos ser alternativamente el Llanero Solitario u Hopalong Cassidy. Cuando ya frisaba los 10 años seguí soñando, e imaginaba ser un investigador privado que ayudaría denodadamente en la lucha contra el crimen (por entonces, Mandrake el Mago y su amigo Lothar eran mis héroes de turno). De este modo, en el interior de un cofrecito guardaba sigilosamente un pequeño revólver a fogueo que me habían regalado, y también una libreta de apuntes en donde registraba todos aquellos casos policiales no resueltos.

Mi pequeño cofrecito de investigador privado.

Un día escuché por la radio que el ejército de Bolivia andaba tras los pasos de un “peligroso bandido”, y que era inminente que pudiera atravesar la frontera hacia Chile. Entonces, registré cuidadosamente su nombre y me propuse ayudar a su captura. Le apodaban “Che Guevara”, y justo en el cumpleaños 53 de mi madre me enteré que lo habían abatido en el país vecino.

Muy pronto olvidé mi propósito de ser un paladín de la justicia. Como mi padre,  para medrar sus ingresos de jubilado, había obtenido un empleo como administrador en el Teatro Portales de la pequeña ciudad donde vivíamos, yo podía entrar gratis a las funciones de matinée y vermouth. Fue así que me convertí en un asiduo a los filmes de cowboys y de los noticieros UFA que traían las noticias de El Mundo al Instante, claro que con varios meses de retraso. Por aquella época, sentado en la penumbra de una sala de cine pueblerino, se incubaba silenciosamente mi pasión por las imágenes en movimiento, y sobre todo por la fotografía.

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A la sazón, también se gestaba una de mis grandes aficiones que me acompañaría posteriormente de adulto: mi gusto por las motocicletas. Y sería mi padre quien propiciaría esta afición, de una manera impensada, durante los años de mi niñez. En efecto, para viajar a su trabajo, él había adquirido un pequeño ciclomotor de la famosa marca Mobylette, del tipo AV-68 de 49,9 cc. Estas fieles motocicletas tenían un motor de dos tiempos, y disponían de un dispositivo para desacoplarlo y dejar la marcha sólo en bicicleta, en caso que se requiriera. Su consumo llegaba a los 2 litros por cada 100 Km. y desarrollaban una velocidad máxima de 45 Kms./hora. Habían sido fabricadas en España con licencia francesa de Motobécane, y todas las de este modelo venían pintadas de fábrica de un inconfundible color azul celeste.

Cuatro eran los viajes de rutina que mi padre realizaba diariamente en este móvil para cumplir sus obligaciones administrativas. Salía de casa por la mañana y regresaba a la hora de comida. Mientras almorzábamos, junto a mi madre y mi hermana, era habitual que encendiera el transistor para escuchar El Reporter Esso, y también otro informativo que pasaba revista a las noticias locales y del mundo, y cuya caraterística musical era los 76 Trombones de Meredith Willson. Luego, a eso de las 4 pm, partía nuevamente para la función vespertina y la nocturna, y no regresaba hasta casi la medianoche, aunque a veces algo más temprano, pues dependía de la duración del filme que estaba en la cartelera semanal. Y esto de lunes a lunes, sin asuetos ni descansos, pues el cinematógrafo era la única entretención de fuste en la pequeña ciudad donde vivíamos.

Tal como se anunciaba en la publicidad de las sencillas Mobylette, para conducirlas no se precisaba de carnet ni tampoco se exigía matrícula. Siendo así, en algunas ocasiones le pedía autorización a mi padre para que me permitiera dar un paseo por el barrio, y la mayoría de las veces aceptaba a condición que no me alejara demasiado. De este modo, en los albores de mi adolescencia, era ya casi todo un experto en el manejo del móvil. Algunas veces, cuando él se ausentaba unos días para hacer trámites en la capital, yo aprovechaba la ocasión de escaparme a otros lugares más distantes y a hurtadillas de mi madre. En unas de esas oportunidades, con mi hermana mayor nos aventamos al litoral más cercano cubriendo una distancia de 31 kilómetros en ruta, todo un récord que hoy me parece de una temeridad imprudente por el riesgo que ello implicaba.

Mis escapadas subrepticias en la moto, muy lejos estaban de la hazaña de Leovigildo Alonso Esteves, llamado “el aragonés solitario”, un español que en 1955, para demostrar las bondades de estos ciclomotores, había dado la vuelta a su país sobre una Mobylette recorriendo casi 6.000 kms. Ni menos aún se comparaban con la legendaria travesía de aquel médico veinteañero que recorriera toda latinoamérica en su Poderosa Norton 500, y que, al cabo de unos años, resultaría ser el mismo guerrillero muerto en Bolivia que inocentemente de niño había pretendido capturar.

Mi modesta aventura motorizada, no era más que el gesto intrépido de un adolescente que sólo deseaba disfrutar de esa sensación de libertad que me prodigaban el viento agitando mis cabellos y la velocidad en el camino. Aquel gesto, venía a ser como una especie de prolongación ensoñadora de mis años infantiles, y también anticipaba los primeros atisbos de una rebeldía juvenil, retraída y solitaria que me distanciaría dolorosamente de mi progenitor.

Hoy evoco con añoranza esta simple Mobylette que, como un hada-azul-celeste desempolvada del tiempo, me regresa a la memoria los recuerdos de la figura paterna y las visiones de nuestro pasado. Conservo nítida su imagen haciendo partir su motocicleta para llegar puntualmente a su trabajo: vestido siempre de terno y corbata, con impecable camisa blanca o celeste, embutidas sus manos en unos guantes de cuero de napa de piel de oveja, y coronando su testa con un sombrero de fieltro, a la antigua usanza de los hombres de pueblo. ¡Todo un señor provinciano de gestos antiguos era mi padre!, al igual que aquellos hombres que, décadas más tarde, pude retratar documentando aldeas y poblados de mi provincia natal.

Durante mi niñez las cámaras fotográficas no estaban a nuestro alcance, y por esa misma razón nunca pude hallar en los archivos familiares de la época alguna fotografía de mi padre apostado junto a su ciclomotor. En tanto, mi pasión por las imágenes llegaría muy posteriormente, cuando él, aquejado de una diabetes mellitus devastadora, ya había hecho abandono hace tiempo de este mundo, sin haber enterado siquiera los 13 lustros de su esmerada existencia.

Todas aquellas tardes que viví hipnotizado en el cine de mi infancia, como, asimismo, todas mis incursiones en la pequeña azul-celeste Mobylette, fueron mis refugios dilectos que estuvieron íntimamente enlazados a la historia personal de mi padre, y ella, a pesar de nuestra incomunicación, dejaría en mi espíritu huellas profundas e imborrables. Al paso de los años, estos rastros y vestigios me devuelven ineluctable su figura crepuscular y sexagenaria, ya ennoblecida y acrisolada en los alambiques de la nostalgia, y que sólo la compasión y las lágrimas, con su misteriosa alquimia, fueron destilando imperceptible en el cáliz de mi corazón.

Rakar (a finales de diciembre de 2020, en el año de la pandemia).


Publicado por: Rakar

Fotógrafo documental, cronista y editor chileno. Ha realizado documentales fotográficos en Chile y México obteniendo diversas becas y reconocimientos (Fundación Andes, Fondart, Ford Motor Company Award, Fonca, Amexcid, Museo Leonora Carrington). Su iconografía, agrupada bajo el nombre genérico de "EL VIAJE DE RAKAR", comprende los siguientes Fotodocumentales: PUEBLOS OLVIDADOS, (Travesía por 67 pequeñas aldeas rurales del territorio central de Chile); “RETRATOS (DES)DE LA LOCURA” (imágenes del confinamiento psiquiátrico); EL OJO MÍSTICO" (Imágenes del México profundo). EXPOSICIONES INDIVIDUALES: En Chile y México / COLECTIVAS: Holanda, España, Grecia, Portugal. PUBLICACIONES: "Mundo Quiltro, Espejo del alma chilena" (2023). "Retratos (des)de la Locura: Hospitales mentales de Chile" (2017); “La Locura de Artaud-Van Gogh, o el desquite de la locura” (2010); "El Viaje de Rakar: Travesía por 67 pueblos olvidados de la 5ª región de Chile” (2006). Sus crónicas y ensayos han sido publicados y/o premiados en diferentes revistas internacionales. Desde 2013 es corresponsal en Chile del Suplemento Cultural Palabra (Ensenada, Baja California, México). Desde 2021 es director de arte y cuidado de edición en Akén La luz de lo invisible Ediciones (Chile).

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2 comentarios en “Un hada azul-celeste llamada Mobylette”

  1. Me encanta tu forma de contar las cosas y llevarlas a la imágen, pero me agrada más saber de ti. Te mando un fuerte abrazo!

    El El sáb, 9 de enero de 2021 a la(s) 9:15, EL VIAJE DE RAKAR (Sobre el

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